sábado, marzo 20, 2004

NINGYO - Capítulo quince

Goodbye Storyteller. El piano de Brad Mehldau. Diez minutos, veintiún segundos. Las palomas en las ramas de los árboles de la calle Larrazábal. Desearía que esas palomas pudieran montar una coreografía digna de esta música. Me fascinaría verlas inclinar el cuerpo, levantar el pico con gracia, desplegar las alas. Observarlas lanzarse al vacío, girar sobre sí al elevarse llevadas por el viento frío, ya agosto, planear sobre la plaza como si fueran otras aves más nobles, dejarse arrastrar en círculos siempre ascendentes, ya no en vuelo bajo, apenas sobre las cabezas de los peatones que no las miran porque son palomas pardas y nada más. Iniciarían el vuelo al unísono, en el preciso instante en que la bufanda de color mostaza del chico que va de la mano de su madre que fue a buscarlo ansiosa al colegio y que lo llevó contra su voluntad infantil –y por eso mismo débil– al almacén de la vuelta... en el instante en que la bufanda color mostaza se sacude por una ráfaga y se le desenrolla del cuello y, después de ondear desbocada casi dos metros, toca el piso para seguir rodando unos pocos metros más como una especie de serpiente de lana boba. Pero son palomas pardas y nada más y es mucho pedirles que evolucionen con estilo, que se preocupen por no ser esos bichos que cagan sobre los hombros de la gente, sobre los parabrisas y los capots de los autos, sobre las veredas medio rotosas de Liniers con esa impunidad que las ampara en su tradicional, su absoluta falta de urbanidad. Porque diez minutos y veintiún segundos podría ser el tiempo necesario y suficiente para hacer del universo un sitio un poco más bello, un poco más armónico, pero ahí están esas palomas que no hacen el menor esfuerzo, que no contribuyen en nada. efe

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